Camino a casa.
Recostó su cabeza sobre la ventanilla del
tren. Observaba los árboles cercanos aparecer y desaparecer a gran velocidad
mientras que a lo lejos veía los objetos moverse lentamente, al igual que su
vida. Su presente era una vorágine de sentimientos y, a lo lejos, la felicidad tranquila,
pausada y rutinaria de su casa donde su pasado sería nuevamente su futuro.
El aire fresco acariciaba su rostro al colarse por el marco gastado
del cristal y recordó las manos que apenas ayer hicieran lo mismo, cuando él
acarició su rostro, descubriéndola como lo haría un ciego; pero fue ella quien se
conoció.
Por un instante su cuerpo entero se convirtió en campo de
batalla entre sus pensamientos, sus sentimientos y sus deseos: “Te llevo
conmigo, me quedo contigo, mi hijos serán tus hijos, tus hijos los míos, me siento
llena, me siento vacía, me siento feliz, me siento triste… “. El asiento era
la celda angosta e incómoda de la cual quería escapar, pero temía llamar la atención de los demás pasajeros. "No hay a dónde ir", se convenció
a sí misma. Cerró los ojos. “El cerrojo de mi
prisión está por dentro”, no lo pensó ni lo sintió, sólo lo supo. La reja que
puso para protegerse de los demás
realmente era para protegerse de ella misma. Ahora le quedaba claro.
Ser fiel a su marido o ser fiel a sí misma fue la elección. Escogió la correcta. La seguridad y el tiempo no habían
acabado con su amor, pero la pasión se convirtió en reposada amistad porque la
pasión es más fuerte cuanto más breve es el tiempo disponible y porque la pasión
no puede dejarse para mañana cuando no se sabe si habrá un después. Tal es la
paradoja de querer hacer eterno un instante siendo que, cuanto más efímero más valioso.
Los últimos minutos juntos habían transcurrido en silencio, sin
sueños ni pesadillas, si ayer ni mañana, sin promesas ni mentiras. Quiso
escapar varias veces de aquella profunda intimidad, hasta entonces desconocida,
que desnudaba mucho más allá del cuerpo; pero cada intento suyo por hacerlo fue
respondido por un abrazo y un beso amoroso que le hicieron desistir. Conoció la
felicidad de no sufrir; pero también el sufrimiento que causa la felicidad. No quería
escapar de él, sino de ella misma. No creía merecer el momento. “Tolera la
felicidad”, susurró él. Y soltó la última de sus defensas cuando estuvo segura de
no necesitarlas y sintió el alivio de no cargar más su pesada coraza. Por un
instante se sintió pequeña y grande a la vez, vulnerable e invulnerable, amada
y libre.
Tuvo el deseo de cambiar un pasado por otro, pero comprendió que sería reemplazar un personaje en la misma vieja historia. Sentirse amada había sido hermoso, pero no nuevo. Saberse dueña de sí misma, de su presente, lo era mucho más. Llevó la vista
a lo lejos, a horas de distancia. Sonrió
tranquila y durmió, con la paz que sólo puede dar el camino a casa.