18 de septiembre de 2018

La casa

La casa

“La casa”, porque Pátzcuaro era primero la casa y ya luego todo lo demás. Ahí pasé mis mejores días de niño con el amor de mi abuelito Gabriel, acompañándolo a arreglar alguna cosa en su carpintería o haciéndonos carritos de madera con llantas de corcholata, clavadas por el centro para que giraran. Con mi abuelita Esther, ayudándole en la cocina separando las piedritas de los frijoles y los negritos del arroz. Con el amor de mamá, la tía Raquel y las palabras cariñosas y nalgadas nada cariñosas de la tía Sarah. Escuchar embobado al tío Joel que poco hablaba como todo sabio, los paseos en auto con el tío Emilio donde vomitar era la cuota que tenía que pagar por ir, los cuentos de humor mágico del tío Isaac, los trucos de cartas del tío Abraham, tratando de entender lo que decía el tío Raúl, los chistes y las fotos del tío Rafael y las anécdotas y risas del tío Seth.

“La casa”, donde mi vida era sentarme en el cuarto de los cuentos y ya más grande en la sala a leer a Rolando el Rabioso y las historietas de Vidas Ilustres, darle de comer a las gallinas, hacer barquitos con cáscara de mamey o de papel que dejaba ir con las corrientes que las lluvias formaban en el patio trasero donde tenía que caminar con cuidado para no resbalar, tratar de ensartar -y nunca pude- un omnipresente balero, jugar timbiriche, escaleras, gato, juegos de cartas y de mesa y todo lo que se les ocurriera a los primos, ser el sparring involuntario de las llaves de Judo de Gerardo Abraham, ser levantado con una sola mano por Saúl, que me tenía paciencia y a quien yo veía como el más fuerte del mundo, correr a esconderme a la primera campanada para no ir al rosario, escuchar los silbidos de Rodolfo, el pájaro, el inquilino, que me dejaba verlo trabajar en sus lacas, los gritos de "Ario Ario, Santa Clara Opopeo, Ario Huacana, Morelia Quiroga" y otros pregones más, todo el tiempo, de los camiones que paraban precisamente frente al portal. Las probaditas de pan sopeado en café de Lala en la tarde y gritar “ya llegó el agua” cuando llegaba el lechero con los litros de leche bronca que entre tantos niños llenaba una gran olla donde se ponía a hervir y la cual a veces me tocaba cuidar de apagar la “lumbre” cuando hirviera.

“La casa”, lugar de partida y destino de la escuela de verano en casa de la maestra Esperanza donde iban mis hermanos y me les pegaba como agregado cultural. De la vuelta al mercado con mi abuelito a verlo regatear y bromear con las guares. Los picnics en el calvario, estribito y en el estribo grande donde subíamos los 400 escalones nada más para volverlos a bajar. Acompañando a Sayo a dar la vuelta a la plaza grande sólo para ver de lejos a la niña bonita de la farmacia, la caminata diaria a las plazas y al mercado de artesanías a ver las mismas cosas de siempre. Las tardes de películas en el cine Michoacán donde invariablemente se iba la luz a mitad de la función por la lluvia, y una que otra vez al Caltzontzin y sus incomodísimas sillas de madera, al cual seguía el rito de comer tortas de queso asadero o las hamburguesas, el boliche y billar del casino de la Posada Don Vasco. Cada año se iban incorporando más primos a los “grandes” hasta nutrir un grupo que llenaba el lugar al que fuéramos, como la cafetería de Chalu que, con pocas mesas y un casette de música disco que creo recordar era de Ceci, la convertimos en improvisada y luego ya formal discoteca.

“La casa” que hoy me doy cuenta no era unos muros sino una familia.