1 de marzo de 2009

Por ingrata la maté

Por ingrata la maté
Antes de entrar en el tema, quiero compartirles un chiste:
En el cumpleaños del hombre más viejo del mundo acude un periodista a entrevistarlo.(Periodista): "¿Cuál es el secreto de su larga y sana vida?"
(Anciano): "A que jamás discuto con nadie, jovencito".
(Periodista): "Yo no creo que eso sea suficiente".
(Anciano): "¿Verdad que no?"
Desde que existen los registros históricos, la humanidad ha vivido en guerra constante. Las conclusiones de los paleo-antropólogos es que el exterminio entre grupos rivales era frecuente en los primeros homínidos. En la prehistoria, seguramente se luchaba por el alimento; pero, actualmente, ¿por qué seguimos peleando? Para aquellos que desconocen esta simple verdad histórica, culpan de los problemas a la falta de valores, a la pobreza, a la falta de educación, a la economía mundial, a la desintegración familiar, a la ausencia del temor a Dios, a la televisión o hasta a los videojuegos. Si esto fuera cierto, los problemas serían "nuevos" y podría pensarse que jamás se conocieron en la antigüedad. Pero esto no es así. Los conflictos de hoy no son menos graves que los del pasado, solamente no los percibimos como amenazas en absoluto. Para nuestro ego, una masacre que sucede en otra parte del mundo es menos digna de preocupación que el peligro de que nos roben la cartera.
Toda clase de conflictos se suceden día a día y, aunque no tiene por qué ser así, difícilmente podemos pensar que la vida podría ser totalmente distinta. Peleamos contra amigos, hermanos, padres, hijos, parejas, vecinos, maestros, otros conductores y contra toda la gente en nuestro entorno, es decir, contra el otro; luchamos diariamente contra nosotros mismos, con nuestros impulsos, deseos y necesidades; por último, peleamos contra el mundo en guerras contra las ideas, las palabras, nuestros miedos o contra temibles enemigos imaginarios. Entablamos estos tres tipos de batallas con la firme convicción de que todos, menos nosotros, tienen la culpa de este sufrimiento. Incluso en la lucha interna culpamos a nuestros padres por los conflictos que suceden en nuestro interior. La solución debe venir de afuera y, mientras tanto, somos víctimas inocentes de la maldad humana y eludimos nuestra responsabilidad.
El ingrediente esencial para cualquier conflicto es estar convencidos de que tenemos la razón, la verdad o la justicia de nuestro lado. Y esto es lo más común en nosotros, ya que damos por hecho que aquello que creemos es verdadero o no lo creeríamos. Aún cuando discutimos de algo que desconocemos, algo en lo que no creemos o algo que realmente no nos importa, aún creemos tener razón en nuestro derecho a discutir y a defender nuestra "verdad". Muchas veces "verdades" tan contrarias a la ley natural las cuales expresamos con total candidez y mucha convicción: "yo mataría a los secuestradores" sin pensar que un asesino es mucho peor que un secuestrador, "si me engañas te mato", "muerte a los infieles" o "mueran los ricos". ¿Acaso sólo se requiere de "tener la razón" para convertirnos en asesinos? Para algunos, tal parece que sí. Al menos así sucede en los asesinatos pasionales, en los crímenes de odio y en las guerras. Aunque esos ejemplos son extremos, en la vida diaria hacemos miles de racionalizaciones para justificar cualquier cosa que hacemos, decimos, pensamos o sentimos, aún las más bajas o equivocadas posibles. Creemos tener derecho de bloquear calles porque nuestras demandas "son justas"; los adúlteros nos justificamos diciendo que nuestra pareja "no nos da lo que necesitamos"; como empleados "robamos" al jefe porque éste nos explota; como empresarios evadimos impuestos porque aseguramos que "se van a robar el dinero" y como padre golpeamos a los hijos "para educarlos". No importa si la forma de actuar es buena o mala, nos auto-justificamos en todo momento.
Hemos aprendido a que dos verdades opuestas no pueden coexistir y debemos optar por una: entre ser "buenos" y "malos", queremos ser "buenos" o, tal vez, "malos"; entre el Cielo o el Infierno queremos ir al Cielo; en la lucha de la justicia contra la injusticia, probablemente queremos ser justos y entre la inteligencia o la estupidez, preferiremos ser inteligentes. Todo lo percibimos en forma dualista. Esta percepción de la vida la llevamos a todas las situaciones y construimos todo un sistema de creencias acerca de la parte de la dualidad en la cual debemos estar en todo momento. La elección del lado "correcto" responde a la forma en que creemos que obtendremos el amor y la aceptación de los demás. De pequeños, era cuestión de vida o muerte obtener el amor y aceptación de las figuras paternas; pero para muchos de nosotros sigue siendo tan importante ahora como entonces. Podríamos creer que nuestras elecciones serían las mismas para todos; sin embargo esto no sucede así. Por ejemplo, entre la salud y la enfermedad, algunos escogerán la segunda para obtener atención o los mimos de una madre que sólo en la enfermedad atiende al hijo. Habrá quien opte por ser "malo" ya que ser regañado, temido u odiado es una forma de obtener el reconocimiento ajeno.
En las discusiones con el otro, está la dualidad "o tú o yo" y optamos por el "yo"; entre tener la razón o estar equivocado, preferimos tener la razón; entre ganar o perder, preferimos ganar. Perder un pleito es caer en el lado "indeseable" de la dualidad: el de la mentira, el del error, el del mal o el de los estúpidos. Más aún, es abandonar el lado en el cual creemos que debemos estar para poder ser "amados" y aceptados. Significa que seremos o pareceremos "tontos" y perderemos el amor y respeto de los demás.
Cuando entablamos una lucha contra nuestros pensamientos, deseos, necesidades e impulsos en aras de estar siempre del lado "deseable", cuanto más luchamos, obtenemos más tensión y sufrimiento interno y externo, ya que sabemos racionalmente que es imposible no fallar. Sabemos que no podemos mantenernos del lado "deseable" todo el tiempo, así que ocupamos gran parte de nuestra energía vital esforzándonos en lograrlo. Mantenernos alejados del lado opuesto o perdonarnos cuando fallamos consume tanta o más energía y esto explica la intensidad emocional y la forma tan cruel con la cual castigamos o nos castigamos y la vehemencia que empleamos para no "fallar" y para sacar al otro de su error. Realmente los conflictos con los otros son conflictos con nosotros mismos. Llevamos nuestra lucha interior al exterior y queremos que los demás libren, o al menos compartan, nuestra lucha. Esperamos que los demás sean lo que nosotros necesitamos que sean, que los demás hagan lo que nosotros creemos que deben hacer. Queremos convencer a los otros de nuestras verdades. Creemos que aquello que es bueno para nosotros lo será necesariamente para los demás. Hacemos esto no tanto por procurar el "bien" ajeno sino para alejar el "mal" de nuestro entorno. El conflicto se convierte en completo caos cuando aceptamos creencias absolutas. En los absolutos negativos, por ejemplo, "todo es pecado" o "soy malo", la lucha está casi perdida y necesitamos "purificarnos" con grandes sacrificios como la auto-humillación la auto-inmolación, la flagelación, la denigración y muchas otras actitudes dañinas. En los absolutos positivos nos auto-glorificamos, por ejemplo, "soy mejor que los demás" o "Dios está de mi lado" por lo tanto mis acciones y creencias están más que justificadas.
En la lucha contra el mundo, peleamos contra posibles calamidades, catástrofes inminentes, el "día del juicio final", contra grupos religiosos, raciales o políticos distintos al nuestro, contra el comunismo, el capitalismo o el sionismo; también peleamos contra "enemigos imaginarios", como los extraterrestres o grupos "conspiradores" que tratan de apoderarse del mundo. Luchamos tanto para atacar creencias como para defender otras. A diferencia de los otros conflictos donde el enemigo está plenamente identificado (nosotros mismos o el otro), el enemigo en este nivel puede ser cualquiera en cualquier momento: el hermano, la pareja, el equipo rival, el país vecino, los comunistas, los imperialistas, los ateos, las otras religiones, las otras razas, los terroristas, el S.I.D.A., los homosexuales, los ricos, el Gobierno, los indocumentados, el juicio final, los extraterrestres, el cambio climático o el mundo entero. Cualquiera o todos pueden convertirse en enemigos por el simple hecho de estar en el lado "opuesto" de la dualidad, así que vivimos en una angustia y desconfianza constante. La indefinición del enemigo es causa de gran tensión, ya que el enemigo a vencer es "difuso" y "oculto". Una vez instalada la "creencia", sólo se necesita muy poco para desbordar la tensión contenida. El asesinato de indocumentados, los linchamientos contra "presuntos" delincuentes, las persecuciones religiosas, los crímenes raciales y de odio, los exterminios masivos de pueblos enteros, las guerras y los peores crímenes contra la humanidad tienen su origen en esta clase de lucha.
En cada batalla está en juego mucho más que "la verdad" y esto resulta obvio cuando observamos que existen muchas emociones intensas en las discusiones, en muchas ocasiones totalmente desproporcionada al punto de discordia. Recordemos, por ejemplo, cuánta intensidad puede darse en una discusión por un tema tan trivial como un partido de fútbol. Lo que en realidad se disputa es el ego. Perder significa no ser suficientemente inteligente, bueno o fuerte para defender nuestra verdad. Para nuestro inconsciente, perder significa que nuestra propia imagen "morirá", al menos durante cierto tiempo. Por esto, perder o ganar se convierte en un asunto de vida o muerte. Para que nuestro ego sobreviva, debemos probar que estamos en lo cierto y es el otro el que está equivocado.
Lo que buscamos en los pleitos con los demás es mostrar el error al otro. Si no tuviéramos esa intención, no iniciaríamos discusión alguna y bastaría con "dejarlo pasar". Pero, ¿para qué queremos mostrarle su error al otro? La creencia es que el otro finalmente se hará consciente de su error, nos dará la razón y quedaremos "bien" ante él, recuperando su amor o respeto y regresará la armonía. Mientras esto no sucede, pensamos que no hemos hecho lo suficiente e intentamos con más fuerza aún, creando una espiral ascendente de ansiedad e intensidad emocional que terminará cuando la pasión se desborde y nos provoquemos algún daño -físico o emocional- a nosotros mismos o al otro, lo cual era lo contrario de nuestra intención original. Durante el transcurso de la batalla podemos estar tentados a ceder y apaciguar los ánimos; pero, como no abandonamos la idea de que teníamos la razón, esta alternativa nos deja resentimientos hacia adentro y hacia afuera, ya que a la confusión original de "sólo yo tengo la razón" le añadimos el "aceptar lo inaceptable".
Empleamos tres formas de pelear dependiendo de cuál creemos nos asegurará el triunfo: la agresión, donde creemos que podemos imponer nuestra verdad por la fuerza; la sumisión, donde la hostilidad permanece subyacente; y la indiferencia, la cual evade o posterga el enfrentamiento hasta una "mejor ocasión". A veces empleamos más una estrategia que otra en un momento dado de nuestra vida, a veces usamos distintas soluciones ante diversas situaciones o distintas personas. También es posible que intentemos las tres durante una misma discusión. Todo, con el fin de "ganar" la batalla. Ganar es una victoria; pero, ¿es realmente una paz duradera la que obtuvimos? Perder es fuente de sufrimiento; pero, fuera de nuestro ego lastimado, ¿qué perdimos en realidad? Las victorias son "efímeras", las derrotas dejan huellas muchas veces imborrables, ¿vale la pena vivir así?
En el pensamiento dualista en el cual vivimos inmersos, todo debe ser o hacerse de una manera, de la manera "buena", de la manera que nosotros creemos o aprendimos que "debe ser". Iniciamos miles de luchas diarias contra la vida, de todos tamaños, en las cuales sentimos que "debemos" triunfar. Debemos probar que somos "capaces", "fuertes" o "listos"; dignos de amor y reconocimiento. Debemos triunfar sobre nosotros mismos, sobre los otros y sobre las circunstancias. Debemos ser "triunfadores". Cada oposición es una posibilidad de derrota y, la derrota es la "muerte", por eso luchamos con tanta intensidad. Cada pequeño triunfo nos da cierto alivio temporal, tal vez más ánimos de seguir adelante; pero, ¿por cuánto tiempo? Vivir en la dualidad es vivir con temor constante de fallar.
¿Acaso debemos renunciar a nuestro anhelo de ser mejores personas? ¿Acaso no debemos luchar contra la injusticia o la maldad del mundo? El anhelo de ser mejores personas y el deseo de una mejor vida son totalmente legítimos; sin embargo solemos perseguir nuestros mejores ideales en las formas equivocadas. El error parte de la visión dualista del mundo, de la ignorancia e incredulidad de que existe otra forma de vivir la vida.
Empecemos por una manera distinta de pelear, de acabar una discusión o -mejor aún- de no iniciarla. Decía, antes, que el ingrediente esencial es estar convencidos de que tenemos la razón, la verdad o la justicia de nuestro lado. Esto es fruto de la concepción dualista. Lo único que tenemos que hacer es preguntarnos: "¿cuál es la verdad?". En el momento en que busquemos la verdad en vez de probar tener la razón, se acabará la discusión o jamás la iniciaremos. Esto es lo más fácil de hacer, no sujeto a tensiones ni desgaste de energía, deja intacto nuestro ego y nos acerca a la verdad. Si tenemos el deseo auténtico de conocer la verdad abriremos la conciencia, surgirá la inspiración, abandonaremos creencias falsas y erróneas y, por último, habremos dado un verdadero paso hacia delante en nuestra lucha por ser mejores personas. Debemos renunciar a la idea que poseemos la verdad, debemos cuestionar la idea de que sólo existe aquello que vemos o sentimos, debemos permitirnos cuestionar, revisar y eventualmente cambiar nuestras ideas pre-concebidas, nuestras convicciones, nuestros miedos, nuestra forma de vida, nuestros juicios, nuestros valores, generalmente aprendidos sin cuestionamiento alguno. Este acto de humildad nos acerca a la Verdad. Este acto de generosidad con nosotros mismos y los demás abre la puerta a mejores relaciones, a aceptarnos y aceptar a los demás, a vivir la vida como es y no como queremos que sea.
Nuestra percepción dualista del mundo jamás nos dará la felicidad, ni mucho menos traerá paz, justicia o unidad al mundo. La percepción dualista divide todo en dos, como ya hemos visto, pero esencialmente nos divide a nosotros mismos, a nosotros de los demás y a los demás de los demás. La dualidad siempre lleva implícito un juicio de valor y vivir juzgando el mundo y todo lo que sucede conduce a la amargura y a la soledad. Esta forma de vivir la vida entabla luchas interiores y exteriores convirtiendo a todos en enemigos, o cuando menos en extraños.
No pueden vivirse la Fe, la Esperanza ni la Caridad en medio de la dualidad. Estos valores superiores son iguales para todos, aunque empleemos distintos caminos. Para el creyente, la Fe significa la aceptación en nuestro libre albedrío de la voluntad divina; para el no creyente, la armonía con el Universo. Para el creyente, la Esperanza es el anhelo de la felicidad última que es el retorno a Dios, para el no creyente, la trascendencia se da al hacer el bien a la humanidad por el bien mismo. Para el creyente, la caridad es el amor al prójimo como a nosotros mismos, para el no creyente, la hermandad de toda la humanidad. Al abandonar la dualidad, aceptamos que, independientemente de nuestras convicciones religiosas, no pueden actuar las leyes superiores cuando insistimos en hacer nuestra voluntad, no podemos trascender mientras tengamos cuentas pendientes con la vida y que la hermandad es imposible en un plano de desigualdad y de lucha.
Cuando estamos convencidos de lo anterior, podemos dar nuevos pasos. Estos consisten en observar, reconocer y aceptar que no se trata de "esto o lo otro", sino que puede existir tanto verdad como error en todo. Es irreal creer que sólo podemos estar de un lado de la realidad. Es una ilusión creer que podemos o debemos ser, todo el tiempo: "buenos", "listos", "generosos", "bien portados", "bonitos", perfectos","malos", "traviesos" o cualquier otra marca distintiva que elegimos para ser amados y tomados en cuenta. Es más sencillo aceptar la realidad de que podemos ser "buenos y malos", "listos y tontos", "generosos y egoístas", "culpables e inocentes", "justos e injustos" ante distintas situaciones y en distintos momentos. Este paso podría ser difícil de aceptar dada la fantasía dualista de que admitir nuestros errores o aceptar las virtudes ajenas significa "rendirse" o traicionar nuestras convicciones; o bien, puede mal entenderse y creer que debemos dar rienda suelta a la parte indeseable de nosotros mismos. Observar significa estar atentos a nosotros mismos. Reconocer significa tomar conciencia de lo que observemos. Aceptar significa dejar de luchar contra lo que "es", que tenemos ambas partes de las dualidades. Si durante este proceso empleamos juicios para decir que eso que observamos, que reconocemos o que aceptamos es "correcto o incorrecto", estamos cayendo nuevamente en la trampa dualista. Después de vencer la resistencia inicial a renunciar a lo conocido, lo cual puede requerir cierto coraje y arrojo, y de aceptar que hay mucho más de lo que nuestro ego nos permite ver, nos daremos cuenta que es mucho más fácil vivir en la realidad que vivir en constante lucha contra la vida. En la medida que aceptemos nuestras dualidades aceptaremos las ajenas abriendo el camino hacia una vida en armonía.
El último paso consiste en aceptar que existe una nueva realidad, distinta a la conocida. Una realidad que siempre ha estado ahí, aún cuando no la hayamos visto antes, donde la dualidad no existe sino que aquello que percibimos como partes separadas y opuestas son, en realidad, dos partes de la misma cosa: la unidad. En la unidad, aquello que se percibía como "indeseable" deja de parecerlo para entenderse como una parte probablemente útil del todo. Y aquello que parecía "deseable" puede resultar "indeseable" bajo algunas circunstancias. Sin embargo, no se trata sólo de "acercar" los polos antagonistas, sino de unificarlos como una sola realidad. En la unidad, el "mal" deja de ser mal, no porque desaparezca, sino porque se integra junto con el "bien" y complementa la realidad unitaria. La filosofía vino a darnos luz al demostrar que los valores negativos son –únicamente- grados de presencia o ausencia del positivo, así lo que llamamos frío no es sino un grado de la ausencia de calor: el "mal" es cierta ausencia del bien; la oscuridad, un graduación de luz; la mentira, la falta de parte de la verdad o la "ignorancia" como falta de algún conocimiento, ahora sólo hay que llevar esto a la realidad cotidiana, dándonos cuenta que existen infinidad de grados posibles dentro del todo.
La unidad es el cambio total del "o" excluyente por el "y" incluyente. Así, dejamos de creer en "lo uno o lo otro" para admitir "lo uno y lo otro", sea que vaya o no de acuerdo a nuestros gustos, deseos, necesidades o creencias. Aceptar la unidad es renunciar a que las cosas sean sólo de una manera -la nuestra- y aceptar las cosas como son, como se presentan, sin sumisión ni debilidad, sin juicios ni sufrimiento, entendiendo que la vida no depende de nosotros y por tanto es inútil tratar de controlarla. Unificarnos es estar en armonía con nosotros mismos y, por tanto, con los demás. Es tomar el verdadero control de "nuestra vida", entendiendo que nuestros actos, pensamientos, sentimientos y nuestra trascendencia dependen sólo de nosotros, no de la aceptación de los demás, para vivir y ser felices. Vivir en unidad significa poner nuestras cualidades al servicio propio y ajeno, no por el deseo de sobresalir u obtener reconocimiento sino para enriquecer la vida y a los demás, en espíritu de entrega. En la unidad entendemos que el amor que buscamos sólo llegará cuando dejemos de esperarlo y empecemos por darlo primero nosotros.
Antes de tratar de unirte con Dios, si eres creyente, o para trascender, es indispensable primero unirnos nosotros mismos.
  • No puede haber entendimiento donde sólo me escucho a mi mismo
  • No puede nacer hermandad donde trato de vencer a los otros
  • No puede darse igualdad donde intento sobresalir de los demás
  • No puede hablarse de solidaridad donde sólo busco la auto-glorificación
  • No puede nacer la colaboración donde uso mis habilidades como armas
  • No puede anidar la tolerancia donde tengo miedo de las ideas ajenas
  • No puede existir paz donde libro cruentas batallas ante cualquier conflicto
  • No puede haber respeto donde todo es pasado por el tamiz de mis juicios
  • No puede florecer la creatividad donde tengo miedo de hacer el ridículo
  • No puede haber libertad interna donde dependo de la aceptación ajena
  • No puede darse la reconciliación donde mi ego lastimado espera vengarse
  • No puede manar felicidad donde mis triunfos causan sufrimiento ajeno
  • No puede fluir la vida donde sólo habrá de ser a mi modo
  • No puede encontrarse la Verdad donde sólo puede existir mi verdad
  • No puede surgir el verdadero amor donde manda mi ego enfermo
  • No puede darse el crecimiento donde me aferro a mis creencias infantiles
  • No puede alumbrar el conocimiento donde me empeño en el auto-engaño
  • No puede haber Fe donde impera mi voluntarismo
  • No puede haber Esperanza donde obedezco a mi miedo
  • No puede haber Caridad donde vence mi orgullo
Swami-guito,
Enoch Alvarado

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