31 de diciembre de 2008

4 errores que arruinan vidas

4 errores que arruinan vidas

¿Has leído acerca de un experimento practicado sobre unas ranas, donde se les sumerge en agua y se sube la temperatura gradualmente hasta que son cocidas, sin que éstas hayan percibido, jamás, el cambio de temperatura? Pues bien, en el aspecto de nuestra salud física y mental somos como esas ranitas. Vamos perdiendo poco a poco la salud y la felicidad, sin darnos cuenta, hasta que nuestro cuerpo o nuestra mente no pueden más. A diferencia de los batracios que no tienen regulación térmica, nosotros tenemos la capacidad para rectificar en todo momento. Pero, ¿qué podemos rectificar si precisamente no sabemos cuál es nuestra cacerola de agua hirviendo? Hoy platicaremos de cuatro errores frecuentes que limitan nuestra vida y cómo podemos superarlos.

I. Perseguir ideales equivocados.
Decía Carl Rogers que ser auténtico se relaciona con la búsqueda del propio yo: “Las personas que no padecen esa ardua búsqueda del yo, someten su libertad individual a alguna organización o institución que elige los propósitos, los valores y la filosofía que hay que adoptar.” Es nuestra elección decidir ser “yo mismo” o ser “lo que otros quieren de mí”.

Someterse es un camino tan “cómodo” como lleno de frustraciones y neurosis. Nos divide entre quienes somos en realidad (self) y en quienes creemos que deberíamos ser (self ideal). En la medida en que estos dos se apartan surge la incongruencia. A mayor incongruencia entre ambas, existe más des-sincronización, más neurosis.

Buscar quiénes somos, por su parte, es un camino tan interminable como lleno de tropiezos. Sin embargo, cada paso que damos en el descubrimiento del self (“el yo verdadero”) nos llena de satisfacción y nos impulsa a seguir adelante.

En aquellas partes de nuestra vida en la cual nos sentimos muy cómodos, donde estamos muy a gusto con nosotros mismos, es seguro que nos califiquemos con un 9 o 10 con respecto del “ideal”. Por el otro lado, aquellas partes que nos provocan ansiedad o descontento, son aquellas en las cuales nos calificamos con un 6 o 7. Las calificaciones reprobatorias, por su parte, indicarían puntos de neurosis. Esta calificación de nuestro self contra el self ideal es totalmente arbitraria y subjetiva, pero sincera. Es imposible engañar al inconsciente. Podemos decir “merezco un 10 en tal aspecto”; pero sólo si ese aspecto está totalmente libre de conflicto será un verdadero 10. Entonces, al decir “calificación sincera” no estoy diciendo la verbalizada; sino la calificación que dictan nuestros verdaderos sentimientos.

Aunque comúnmente no sabemos quiénes somos, sí sabemos cómo queremos ser o cómo creemos que deberíamos ser. Tenemos ideales de cómo debemos comportarnos, sobre qué pensamientos debemos tener (y cuáles rechazar) y los sentimientos que son aceptables (y los que no). Este conjunto de creencias y juicios de valor que hacemos y tenemos sobre los actos, pensamientos y sentimientos son una “conciencia sobre-impuesta”.

Es común, entonces, que nos esforcemos por mejorar nuestra auto-calificación, por reducir la incongruencia. Ya sea que lo hagamos para evitar el dolor o por un sincero afán de ser “mejores”, leemos, tomamos cursos, pedimos ayuda a Dios, hacemos ejercicio o intentamos todo aquello que esté a nuestro alcance por llegar al 10 o al menos, por reducir la incongruencia.

Es muy común creer que debemos llegar al 10 en todos los aspectos. Hay quienes luchan toda su vida por este ideal. Personas que son eternas luchadoras, admirables y dignas de respeto. Sin embargo, la mayoría de la gente aceptamos que es imposible ser perfecto y, nos detenemos al llegar a un aceptable 8 o bien, aceptamos un cínico 6 y nos resignamos a vivir con ese “dolor”.

Nuestra conciencia sobre-impuesta (todo aquello que nos decimos a nosotros mismos sobre lo que debemos ser) fue creada (y creída) en nuestro pasado, bajo circunstancias totalmente distintas a las actuales, normalmente cuando éramos pequeños e indefensos, cuando "ser buen niño" era imprescindible para sobrevivir. Entonces, ajustarse a esas normas, era una cuestión de vida o muerte.

Así que, un segundo camino para reducir la incongruencia consiste en revisar nuestros ideales. Nuestra conciencia sobre-impuesta no revisa la validez del self ideal. Revisar los ideales no significa renunciar a ellos. Significa ajustarlos a nuestra nueva realidad. Al hacerlo, bajará el nivel de exigencia y de igual forma se reducirá la distancia. Esto, que parece ser demasiando simple, a muchos nos tomará por sorpresa. Algunos podríamos defender nuestro “derecho a vivir angustiados” y preguntarnos: “¿acaso no debo ser perfecto en tal o cual área?”. La pregunta correcta no es ésa, sino ésta: “¿para qué quiero ser perfecto en tal o cuál área?”. Revisar la conciencia sobre-impuesta es sanador, nos liberará de muchos miedos infantiles.

Si aún creemos que no debemos renunciar al ideal inicial, o nos resistimos a hacerlo, podemos hacer una concesión con nosotros mismos y establecer una meta realista a corto plazo. Coloquemos el ideal sólo un poco por encima de nuestra calificación actual. Y hagamos el compromiso para revisarla nuevamente en cuanto hayamos conseguido un 9 o el 10. Este acuerdo con nosotros mismos será más llevadero y podría suceder que, cuando lleguemos al “ideal realista”, no demos cuenta que no es necesario llevarlo más allá.

II. Confundir los niveles del ser.
La incongruencia sucede en los niveles de los actos, pensamientos y sentimientos. Una incongruencia en el nivel de nuestros actos puede ser angustiante; pero seguramente sabremos perdonarnos; en el nivel de nuestros pensamientos, puede ser dolorosa o moleta; pero en el nivel de los sentimientos suele ser devastadora. Muchos confundimos estos niveles. Pongamos por ejemplo que marcamos equivocadamente un número telefónico. Este error lo podemos dejar en el nivel de nuestros actos (“me equivoqué”), lo podemos llevar al nivel de nuestros pensamientos (“qué tonto soy”) o en el de nuestros sentimientos (“me enoja equivocarme”). La confusión también sucede en el sentido inverso. Por ejemplo, solemos comer (actuamos) cuando estamos tristes. Así que, otra fuente de angustia, es juzgar nuestros actos, pensamientos y sentimientos (que ya de por sí es un error hacerlo) en el nivel equivocado.

Perpetuamos este error con nuestros hijos cuando les decimos “eres malo” o “¿te crees muy listo?” cuando algo que hicieron no nos gustó (aunque aquí podríamos revisar con qué ideal entramos en conflicto). Es preferible indicar la fuente de referencia del juicio de valor (“a mi” o “a otros”). Por ejemplo, “a mi no me gustó lo que hiciste” es preferible a “está mal lo que hiciste”. “A mi me da miedo que hagas eso” es mejor que “no hagas eso”, “Hay gente que se puede sentir incómoda si haces eso” es mejor que "eso es grosero". Corrijo la conducta, lo libero de la carga y de la culpa (porque seguramente a él no le da miedo o a él sí le gustó hacer tal cosa) y lo hago pensar en los demás.

III. Confundir “mi realidad” con “la realidad”.
Cuando digo "pensamientos", englobo nuestras creencias, juicios y valores que hacemos y tenemos sobre el medio ambiente, sobre nuestras aptitudes, sobre quiénes somos, para qué estamos aquí, nuestras creencias en el plano religioso.

Una fuente enorme de problemas es confundir nuestras creencias con la realidad. En realidad, jamás conocemos “la realidad”, sino sólo “nuestra realidad”, aquello que percibimos. Podemos creer que Dios existe, o podemos creer que no existe; pero Dios no existirá o dejará de existir porque yo crea o no. La realidad no tiene nada que ver con lo que yo crea. Mi realidad, es la percepción que de ella tengo. Si entendiéramos esto, acabaríamos con los celos, discusiones, preocupaciones, equívocos y hasta acabarían las guerras. Existe mucha gente que es capaz de matar o morir por sus creencias.

Hace poco una amiga estaba preocupada y triste porque el día anterior había tenido una discusión con su novio. Ella había estado intolerante y él le dijo que se veían después, cuando ella estuviera más calmada. Nuestra conversación fue más o menos así:
- (Ella) Ya no me va a volver a buscar.
- (Yo)¿Es un hecho que no te volverá a buscar o es algo que puede pasar?
- (Ella) Bueno… es algo que puede pasar. (Aquí ya cambió su tono de voz)
- (Yo) Entonces, aún no ha ocurrido, ¿verdad?
- (Ella) No.
- (Yo) ¿Qué puedes hacer para que eso no ocurra?
- (Ella) Hablarle y pedirle una disculpa; pero no sé si siga enojado. (Otra vez preocupándose, pero bueno, aún no aprendía la lección)
- (Yo) Puede estar enojado o no. Eso no lo puedes saber hasta hablar con él. ¿Quieres hacerlo o prefieres esperar a que él te hable?

Si somos sordos, ciegos e insensibles a nuestras propias verdades, ¿cómo esperamos entender, acompañar, ayudar o amar a los demás?

Para evitar este error, digamos o pensemos “yo creo” o “he aprendido que”. Este simple “añadido” a cada oración, nos recordará o le recordará a los demás que eso es sólo "nuestra realidad", nuestro punto de vista. De igual forma, lo que los demás digan o hagan es “su realidad” y, por tanto, tan respetable como la nuestra. De este tema, hay muchísimo que decir y probablemente platiquemos un poco más adelante.

IV. Reprimir en vez de encauzar.
Me encantan los niños porque tienen alineados sus actos, sus pensamientos y sus sentimientos, tanto para las cosas "buenas" como para las "malas". Si están enojados, inventarán venganzas en su mente y son capaces de llevarlas a cabo. Como adultos, aprendemos que si hacemos eso, tenemos que pagar las consecuencias.

Una causa de sufrimiento es cuando nuestros sentimientos apuntan hacia una dirección, nuestros pensamientos hacia otra y hacemos cosas completamente distintas a lo que pensamos o a lo que sentimos. Esta falta de alineación es más frecuente de lo que creemos. Para poder fluir en la vida debemos alinear estos tres niveles.

Normalmente, luchamos contra las conductas "malas". En los niños nos damos cuenta que los actos, pensamientos y sentimientos "malos" no son más que "distorsiones" de la energía creativa que hay en ellos. Aunque sea para destruir, hay mucha creatividad para hacerlo. Así que debemos aceptar y reencauzar esa energía hacia el lado constructivo, en vez de negarla, rechazarla o reprimirla. Si no encauzamos esa energía “indeseable” tarde o temprano saldrá en forma de agresión o enfermedad física o mental. También reprimimos los sentimientos positivos. Cuántas veces hemos reprimido la ternura que sentimos por no parecer “cursis”. O bien, guardamos el amor esperando darlo a la persona idónea.

Cuando estamos tan enojados que sentimos las ganas de golpear, patear, estrangular o cuando menos de pellizcar, independientemente de la validez de nuestro sentimiento (ya que para eso deberíamos revisar qué está pasando y en esos momentos no será fácil hacerlo), podemos encauzar esa misma ira contra un objeto (algún cojín, almohada o trapo). Es necesario que alineemos el sentimiento con el acto. Si tenemos ganas de estrangular, estrangulemos una toalla. Si tenemos ganas de patear, pateemos un objeto o el piso. Si queremos estrangular y en vez de eso pateamos, no estamos liberando la ira en la forma que deberíamos.

Encauzar no significa luchar en contra ni en aceptar todo lo que venga. Significa alinear nuestros sentimientos, pensamientos y actos de tal manera que no cause daño a nadie y que pueda surgir algo bueno. En el ejemplo del manejo de la ira que mencioné. No se trata de luchar contra el sentimiento, ni de lastimar al objeto de nuestra ira, sino aceptar el sentimiento, entender que tenemos derecho a enojarnos y, por último, actuar sin lastimar a nadie.

Enoch Alvarado

19 de diciembre de 2008

¿Qué falla en la escuela?

¿Qué falla en la escuela?

La escuela poco tiene que ver con el aprendizaje, mucho menos con una verdadera educación. Actualmente, el método empleado para "enseñar" consiste en presentar cierta cantidad de información a los alumnos para luego realizarles un examen y calificar cuánta de esta información fueron capaces de “retener”. Así, lo que realmente aprenden los alumnos es a dar las respuestas "dictadas" que esperan los profesores (a veces ni siquiera las correctas).

Los profesores imponen sus propias reglas sobre los alumnos. Muchas veces arbitrarias y absurdas. Reglas que ellos mismos rompen en cualquier momento. Este abuso de poder es ejercido con total impunidad. El autoritarismo es ejercido en razón inversa a la calidad humana del profesor. Y esto es también aprendido por nuestros jóvenes: abusa de los demás, y en cuanto más débiles y desprotegidos, mejor.

El contenido que se enseña en las escuelas también es bastante cuestionable. Mucha información, se pretende pasar como “bases” o como cultura general. Cualquier adulto sabe que sólo un mínimo de lo aprendido en la escuela le ha resultado útil en algún momento de su vida. Aún en la educación universitaria, los alumnos se quejan de lo poco concreto de sus estudios y terminan su carrera con gran inseguridad y muchos miedos de enfrentarse al mundo laboral pues “saben que no saben”.

Los medios que utilizan los profesores para enseñar suelen ser limitados a unas cuantas técnicas audiovisuales, en el mejor de los casos; pero la mayoría de las veces la “técnica” se limita a un “dictado”, a escribir en el pizarrón para que los alumnos copien, a dejar que alguno de los alumnos lea el tema del mismo libro de texto, o bien, lo dejan de tarea con el nombre de “investigación” para que los alumnos aprendan por sí mismos. Nuestros alumnos aprenden que la mediocridad en el trabajo es la norma, no la excepción. Aprenden a aparentar que el trabajo se hace.

La escuela y los profesores tratan de ajustar al alumno a sus propias reglas y de que “aprenda” los contenidos. Poco importa su situación, sus deseos, sus intereses, sus habilidades y sus debilidades. Así, el alumno aprende a no considerar a los demás como personas.

La “disciplina” en la escuela es entendida como el conformismo o el silencio a las actitudes y decisiones que tomen los profesores. Cualquier opinión expresada en contrario por los alumnos suele tacharse de rebeldía y es reprimida o coartada de inmediato. Así el alumno aprende a quedarse callado, con su rabia, o a conformarse.

Los laboratorios se realizan para repetir experimentos, jamás para experimentar o, siquiera, entender el planteamiento científico que llevó a ellos. Lo que se califica en ellos no es la curiosidad científica sino la capacidad para seguir instrucciones al pie de la letra. Así, el alumno aprende a matar su iniciativa.

Los exámenes que deberían ser un instrumento para conocer el grado de aprovechamiento de los alumnos suelen ser un arma más de terror. Se emplean los exámenes “sorpresa” cuando los alumnos están más inquietos de lo debido. Los exámenes deberían calificar tanto a alumnos como a profesores. Si un examen no obtiene una distribución normal o una mejor de calificaciones, entonces de inmediato sabemos que el profesor no cumplió su tarea de hacer que el grupo aprendiera. Más bien, el examen es preparado con preguntas retorcidas, ambiguas o desproporcionadamente difíciles en comparación con lo visto en clases. Así, el alumno tiene todas las de perder y el objetivo real de los exámenes es torcido en beneficio del “autoritarismo” del profesor. Así, el alumno aprende a humillar.

Por último, llega la calificación final. Aquí, los profesores “consideran” el esfuerzo del alumno (calificación cualitativa), los exámenes (calificación cuantitativa) y demás puntos extra que suben o bajan a su arbitrio. En realidad, es la etapa de la negociación, donde los más llorones, arrastrados, barberos y “cooperativos” reciben la benevolencia del profesor en forma de “puntos extra”. Así, los alumnos aprenden que obtener la aprobación del profesor es mejor que ser esforzado y estudioso.

Todo lo que realmente aprenden nuestros jóvenes en la escuela es la “currícula oculta” que se reflejará a lo largo de su vida. De adultos, como padres, como trabajadores o como nuevos profesores repetirán esta misma historia de abuso, hipocresía, conformismo, indiferencia y cinismo.

Independientemente del “éxito” o “fracaso” escolar, el alumno aprende que cualquier idea en contrario a la propia o la establecida, por buena que sea, es una “traición” y se privan y privan a todo su alrededor de cualquier mejora... Aprenden a mantener el status quo. Una sociedad que educa así a sus jóvenes no es una sociedad en desarrollo. Las sociedades avanzan porque ha existido gente que no se conforma con el estado de las cosas.

La educación "rasa", que imparte el Estado, pretende enseñar a todos los niños por igual, independientemente de su situación geográfica, cultural e intelectual. Esto, más que obedecer a un espíritu de igualdad parece la "producción en serie" de objetos de consumo. Los niños con más capacidad para su edad se verán retrasados en su aprendizaje mientras que aquellos con menos serán tachados como malos estudiantes.

Los padres se preocupan por darles a sus hijos una buena escuela donde, dicen, habrán de ser educados. Sin embargo, olvidan que la verdadera educación es la del hogar y si los padres rehúyen o ignoran su responsabilidad, están enseñando a sus hijos a rehuir e ignorar las suyas.

Algunos padres buscan una escuela que “discipline” a sus hijos, olvidando que si un niño tiene problemas de disciplina, generalmente provienen de casa. Así, dejan que sea la escuela la que imponga el “castigo” que no se atreven a imponer.

Muchos padres no “llevan” a sus hijos a la escuela, los “abandonan” ahí. Esto es más evidente durante los días de asueto y vacaciones cuando no encuentran qué hacer con los hijos. Si el padre no se interesa en la educación de sus propios hijos, los profesores no lo harán mejor... ni siquiera por la paga.

Por otro lado, están los padres que “exigen” a sus hijos o a la escuela las mejores calificaciones, como si en ésto les fuera la vida. Cuando las calificaciones no son las esperadas, algunos padres se vuelven en contra del hijo y aumentan la “presión”, mientras que otros se vuelven en contra de la escuela. Así los hijos aprenden a exigir y culpar a los demás de sus propias expectativas y frustraciones.

Los padres podrán decir en su descargo que nadie les enseñó a ser padres, lo cual es correcto, y que por eso tienen que confiar en las escuelas para educar a sus hijos (cuya razón de ser es precisamente eso). Sin embargo, el que no exista una educación formal para ser padres no disminuye la responsabilidad de serlo y, por otro lado, repito, la escuela poco tiene que ver con el aprendizaje y la educación.

Entonces, qué hace la escuela con nuestros hijos? Bueno, además de la “currícula oculta” mencionada, la escuela adiestra a los alumnos. El adiestramiento es la capacitación para realizar una tarea específica. Así, la escuela nos adiestra para realizar ciertas tareas: “memorizar”, “leer”, “escribir”, realizar operaciones matemáticas, etc. Terminados los grados, los alumnos deberían ser capaces de realizar estas y otras tareas.

La escuela también instruye a nuestros hijos, entendiendo como instrucción la enseñanza de las reglas que rigen las diversas situaciones. Los alumnos son instruidos, por ejemplo, en Civismo, higiene y deportes.

El aprendizaje debería consistir en adquirir nuevas formas para hacer las cosas o para la consecución de metas, no el mero hecho de recopilar información. El aprendizaje no debiera medirse por la cantidad de conocimientos almacenados en la mente del alumno, sino en la capacidad con que el alumno pueda realizar eficaz y eficientemente cualquier cosa que requiera en su vida. Si no se consigue este objetivo, no tendrá valor alguno desde el punto de vista práctico y, por ende, no motivará en forma alguna al estudiante a aprender.”

Si aprendemos a utilizar nuestras capacidades y resolver nuestras deficiencias, entonces nos será fácil lograr las metas que nos pongamos. ¿Nuestras escuelas están logrando esto? Aún antes, ¿Es éste el objetivo de nuestras escuelas?

Enoch Alvarado

18 de diciembre de 2008

Mis frases favoritas

Mis frases favoritas:

Mi frase subliminal favorita:
“ “

Mi frase oculta favorita:


Mi frase censurada favorita:
"#$@ $ $*@#@$# % &%$#"

Mi frase simpática favorita:
“Ja ja jajaja jo jo jo, jeje, ¡juar juar juar, ji ji!”
Traducida al inglés:
“Ho ho ho ho, hahaha, hehe, ¡giggle giggle!”

Mi frase de doble sentido favorita:
“Anita lava la tina”
Y, para los que spikinglish:
“A man, a plan, a canal, Panama”

Mi frase triste favorita:
“¡Bu ju!, snif snif.”

Mi frase corta favorita:
“I?.”
(¿y la tina?)

Mi frase picante favorita:
“Habanero, jalapeño, piquín y morita”.

Mi frase caliente favorita:
“¡Chinga tu madre!”
(¿Verdad que calienta?)

Mi frase mortal favorita:
“¡Bang!”

Mi frase satisfactoria favorita:
“¡Aaaaaaaah!”

Mi frase cortante favorita:
“Gillette”

Mi frase críptica favorita:
“Rmytr ñpd omfobofipd. Vp,p rmytr ñsd msvopmrd. rñ trd`ryp sñ frtrvjp skrmp rd ñs ásx”

Mi frase redundante favorita:
“Mi frase redundante favorita.”

Mi frase secreta favorita:
“XXXXTOPXXXSECRETXXXXXXXXX”

Mi frase chocante favorita:
“!Scriiiiiiiiich! ¡Craaash!.”

Mi frase misteriosa favorita:
“Chan chan chan chan.”

Mi frase musical favorita:
“Mi fa-fá sí sol-dó la-do re-la-mi-do. La-la, La-si, mi-ré la mi-mí sol-la, la do-ré.”

Mi frase sexy favorita:
“( o )( o )”

Mi frase extraterrestre favorita:
“Blip blip terrícolas, blip blip”

Mi frase inocente favorita:
“¡¿…que me vas a hacer quéééé?!”

Mi frase loca favorita:
“¿Y el ocote? ¿Lo coloco o lo quito?”

Mi frase anagramática favorita:
“Paco capó poca copa”

Mi frase aritmética favorita:
“: , + x –“
(entre, coma más por menos)

Mi frase algebraica favorita:
“P2 A+A2 x 2 D2 + KK = A PG”
(5mentarios)

Mi frase radiofónica favorita:
“Shhhhgggggg.rrrrriiiiuuuu.”

Mi frase de terror favorita:
“¡Se acabó el papel de baño!”

Mi frase minimalista favorita:
“.“

Mi frase surrealista favorita:
“México“

Mi frase incontable favorita:
“Cincuenta.”

Mi frase deletreada y capicúa favorita:
“-¿CPK O CCK?
- ¡KCC O KPC!”
(deletrear en español)

Mi frase spelling favorita:
“A, TNS L PP TSO.”
(deletrear en inglés)

Mi frase inspiradora favorita:
“sniiiiiff”

Mi frase no inspirada favorita:
“”

Mi frase contreras favorita:
“.atirovaf sarertnoc esarf iM”

Mi frase navideña favorita:
“Merry-go-round and Happy New York”

Mis frases árabe favoritas:
“הصفك چځڀ گڼ ہے”

Mis frases hebrea favoritas:
“٦٨ ٩نסװ שצה”

Mis frases rusa favoritas:
“ОЎΓΆ ΔΩΝΗΑ ΛΛΆ”

Mi frase computacional favorita:
“0100 0001 0111 1010”
O lo que es lo mismo
“▌║│▌║▌”

Mi frase de apertura favorita:
“Ábrete, Sésamo.”

Mi frase de cierre favorita:
“¡Tan tán!”

Mi frase de constancia favorita:
"k"

Mi frase motivacional favorita:
"$$$"

Mi frase hipócrita favorita:
"¡Suegrita!¡Qué gusto verla por ésta su casa!"

Mi frase rápida favorita:
"zzuumm"

Mi frase errónea favorita:
"¡Hijo mío!"

Mi frase mentirosa favorita:
"¡Señorita!"

Mi frase circunfleja favorita:
"^"

Mi frase aguda favorita:
"Sí."

Mi frase sangrona favorita:
"A+"

Mi frase sangrienta favorita:
"Kotex"

Mi frase perrona favorita:
"¡Guau!¡Guau!"

Mi frase inquisidora favorita:
"Torquemada"

Mi frase intrigosa favorita:
"..."

Mi frase hecha pedazos favorita:
“)) prrrttt prrrttt prrrttt”

Mi frase destrozada favorita:
“mi frase des favorita”

Mi frase incoherente favorita:
“incoherente frase favorita mi”

Mi primer frase favorita:
“agugu da da”

Mi frase enferma favorita:
“¡cof cof!… ¡aaaachú!”

Mi frase cochinona favorita:
“oinc oinc”

Mi frase inconclusa favorita:
“M fras inconclus favorit”

Mi frase de aliento favorita:
“jjjjjj”

Mi frase morse favorita:
“.-- --- --. ..- .-.”

Mi frase encendida favorita:
“Antorcha”

Mi frase flemática favorita:
“ggggg ffffuuutttt”

Mi frase ácida favorita:
“H2SO4”

Mi frase agria favorita:
“Limón”

Mi frase moralista favorita:
“fresa, frambuesa, zarzamora, mora azul, mora negra”

Mi frase negativa favorita:
“-5”

Mi frase positiva favorita:
“ánodo”

Mi frase refrescante favorita:
“Coca Cola”

Mi frase de reflexión favorita:
“Espejo”

Mi frase de admiración favorita:
“¡Oooooh!”

Mi frase armoniosa favorita:
“Sol#, Re7ª, Síb

Mi frase de arrepentimiento favorita:
“”
(mejor no la pongo)

Mi frase de autocrítica favorita:
“Tu coche está muy feo, la verdad”

Mi frase condenatoria favorita:
“Cadena perpetua”

Mi frase de consuelo favorita:
“Chelo”

Mi frase de contemplación favorita:
“Acero templado”

Mi frase correctiva favorita:
“Borrador”

Mi frase desordenada favorita:
“oM areva dsaiarnorsd tfeeaidf”

Mi frase de empeño favorita:
“Nacional Monte de Piedad”

Mi frase trigonométrica favorita:
“π cos(θ)”

Mi frase de maldecir favorita:
“Mi jrase de maldesir faborita”

Mi frase precipitada favorita:
“¡Cataplúm!”

Mi frase problemática favorita:
“Si Juan tiene el triple de la edad de Pedro, dentro de cuántos años tendrá el doble si…”

Mi frase relativa favorita:
“E=MC2”

Mi frase sincera favorita:
“depilación laser”

Enoch Alvarado

14 de diciembre de 2008

Lo que aprendí de niño


Queridos amigos:


Aquí les pongo mi foto de bebé. Como verán, no he cambiado mucho. Bueno, algo. Porque en aquél entonces me gustaba mucho comer, dormir, jugar con mis amiguitas y mamar chichita. En cambio ahora ... ¡caramba, no he cambiado nada!

Les platico algo de lo que aprendí de niño:

  • Aprendí que "ahorita" significa "hoy no".
  • Aprendí que mis sobrenombres eran "siéntate y cállate".
  • Aprendí que los idiotas sólo salen a la calle cuando papá maneja.
  • Aprendí que jugar a "papá y mamá" es gritar como locos y romper platos.... ¡muy divertido!
  • Aprendí que "déjese ahí" viene siempre antes de un manazo.
  • Aprendí que no es divertido esconder el marcapasos de la abuela.
  • Aprendí que no debes juntar todas las pastillas del botiquín en un solo frasco.
  • Aprendí que, cuando juegas al doctor con las vecinitas, no cobras la consulta, sino la pagas con dulces.
  • Aprendi que no debes gritar al estetoscopio del doctor.
  • Aprendí que no te debes meter al cuarto de tus papás cuando parece que están haciendo ejercicio.
  • Aprendí que las niñas chiquitas no se embarazan... afortunadamente.
  • Aprendí que no debes esconderte en el bote de basura de noche cuando juegas a las escondidas.
  • Aprendí que los gatos no tienen siete vidas, sólo una.
  • Aprendí que si bañas al gato no los debes pasar por el rodillo de la lavadora para exprimirlo.
  • Aprendí que no debes usar el cepillo de dientes de papá para lavarle la boca al perro.
  • Aprendí que no debes poner espuma de afeitar en la boca del perro.
  • Aprendí que debes tapar la licuadora antes de encenderla.
  • Aprendí que no debes dejar el alfiletero debajo del cojín de la mecedora del abuelo.
  • Aprendí que no podemos volar como Supermán desde la ventana.
  • Aprendí que Diego Rivera no aprendió a pintar murales en las paredes de su casa.
  • Aprendí que cuando desarmas un reloj siempre te sobran piezas al armarlo.
  • Aprendí que no debes poner pegamento extrafuerte a la taza del baño.
  • Aprendí que no debes conectar la luz cuando papá está haciendo reparaciones a los cables.
  • Aprendí que no debes usar como maracas las latas de refresco y cerveza antes de la comida.
  • Aprendí que las mujeres que ves, cuando vas con papá, no son realmente sus mamás, aunque él las salude así.
  • Aprendí que no debes pintar bigotes ni barbas a las fotos del álbum de los abuelos.
  • Aprendí que no debes ofrecerte a ayudar a colgar los tenis de nadie, cuando papá pregunte.
  • Aprendí que, si juegas a los indios y vaqueros con tu hermanito menor, no debes prenderle fuego al poste donde lo amarraste.


Enoch Alvarado

Autobiografía

Autobiografía.

1984 Ford Fairmont 80, color dorado, "Galileo"
1988 Tsuru II, 88, color vino, "Kitt"
1992 Tusuru GS 92, color blanco, "Tío Tom"
1994 Shadow 92, color arena, "Charo"
1998 Jetta 95, color verde militar, "Guacho"
2000 Civic 2000, color azul casiopea, "Chivigón"
2005 PT Cruisier 2005, color marfil, "Peter"
2007 "Chivigón" de vuelta, por motivos de divorcio
2010 ... carrito de camotes, si sigue la crisis


Enoch AlvaRomeo

¿Ser o no ser? Elemental, mi querido Hamlet

¿Ser o no ser? Elemental, mi querido Hamlet.

Ser “humano” significa equivocarse, tener defectos, caer y dudar. Pero también significa acertar, mejorar, levantarse y aprender. Como seres humanos somos imperfectos, pero perfectibles. Esto parece muy fácil de entender y aceptar.

Detengámonos un poco en la primer parte, pero hagámoslo en primera persona y digamos: “Soy humano y eso significa que me equivoco, que tengo defectos, que caigo y que dudo”. Ya no es igual de fácil aceptarlo. En ocasiones decimos cosas que lastiman a nuestros seres queridos, a veces nos comportamos egoístamente, a veces nos gana la flojera, la envidia, el rencor, la ira o cualquier sentimiento negativo. Sin embargo, esta sencilla verdad parece algo muy difícil de aceptar.

Es probable que seamos personas dispuestas a “mejorar” y creemos que hemos aprendido a “aceptar” nuestros defectos. ¿Qué sucede dentro de nosotros si el juicio viene de otra persona? Seguramente responderemos: “¡No! No soy así” o “¡No es mi culpa!”. Una reacción de defensa inconsciente, automática e instantánea, implantada desde pequeños, cuando necesitábamos la aprobación paternal para “sobrevivir”. Tememos reconocer nuestras características “malas” porque creemos que eso significa que somos “malos”, lo cual nos traerá el rechazo de los demás.

También decía que, ser “humano” significa acertar, mejorar, levantarse y aprender. Pero tampoco lo hacemos todo el tiempo. Además de ser difícil aceptar que actuamos “mal”, también lo es que no actuamos siempre “bien”. Si alguien pregunta: “¿Cómo estás?” Nuestras respuestas suelen ser “estoy bien”, aunque estemos tristes, deprimidos, enojados, indignados o dolidos. Tenemos vergüenza de aceptar que no somos “perfectos”, que en realidad somos "débiles" o que no podemos manejar una situación. De niños nos portábamos “bien” con el fin de obtener el amor paternal. Aseguramos que “todo está bien”, sin importar qué tan infelices nos estemos sintiendo. Al hacerlo así, nos traicionamos.

El afán de ser “buenos”, "inteligentes", "agradables" o "capaces" nos lleva a realizar actos que no deseamos o realizarlos sin tener una intención real, con un tremendo derroche de energía. También nos vuelve víctimas fáciles de otros que, apretando estos “botones” logran de nosotros lo que ellos desean: “préstame esto, no seas egoísta” o "seguramente tú puedes ayudarme". ¿Cuántas veces nos sentimos obligados a hacer algo que no deseamos sólo para no ser “malos” o para no perder la imagen de “buenos”? El mismo afán nos lleva a culpar a algo o a alguien de nuestros problemas y errores, a la pérdida de la responsabilidad personal.

Es una confusión creer que actuar “bien” o “mal” nos convierte en “buenos” o “malos”. Esta confusión nos hace más vulnerables aún. Más allá de nuestros actos están nuestros pensamientos, intenciones y sentimientos. Podemos actuar “bien” por las razones equivocadas o con malas intenciones y esto no nos hará “buenos”. Igualmente, podemos "equivocarnos" teniendo las mejores intenciones y esto no nos hará "malos".

La lucha diaria por querer actuar “correctamente”, ser o aparentar ser “buenos”, tener la “razón”, tener “éxito” en la vida o ser “mejores” resulta contraproducente o, cuando menos, inútil. Esto podrá ser difícil de aceptar pues estamos inundados de literatura de autoayuda y acudimos a estas lecturas para conseguirlo. No quiero decir que estos libros estén mal, sólo la lucha con nosotros mismos por escapar de nuestros defectos es la que está equivocada.

Resistimos, rechazamos, reprimimos y odiamos la parte que nos resulta dolorosa o que consideramos despreciable. Al hacerlo, en realidad estamos luchando contra una parte de nosotros mismos. Negar el dolor, los defectos o los errores no hará que desaparezcan. Sólo su aceptación permitirá trascenderlos.

Otra confusión existe en la selección personal de lo que es “bueno” y lo que es “malo”. Por ejemplo, podemos ser una persona “ordenada” y creer que es una “virtud”, cuando en realidad ocultamos una dolorosa rigidez, un miedo a perder el control y vivir en el desorden total. Y, cuando coincidimos con otro que se “permite” el desorden, no lo toleramos, aunque expresemos “no tolero el desorden”, en realidad “no nos permitimos ser desordenados”. Por tanto, la aceptación de ambas partes, sin distinción, se vuelve más que imprescindible. Sólo aceptando, y no negando, podremos explorar esas partes “oscuras” de nuestra personalidad y llevarles “luz”. Al llevar “luz” a nuestro interior, podemos descubrir que “lo malo no es tan malo y que lo bueno no es tan bueno”, y nos dará más libertad, conocimiento y comprensión de nosotros, de los demás y del mundo mismo.

Cuando observamos nuestras fallas, perdemos de vista nuestros aciertos. Cuando observamos nuestros aciertos, perdemos de vista nuestras fallas. Esto suele suceder porque escindimos: Aquí lo bueno, allá lo malo. Aquí quiero o debo estar, allá no quiero o no debo estar. Esta misma escisión, también, la llevamos afuera de nosotros y vemos a la gente como aliados o enemigos. Vemos al mundo como "terrible" o "hermoso".

Cuando rechazamos nuestros defectos, también los rechazamos en los demás. Y, actuado o no, será percibido a nivel consciente o inconsciente y provocará una respuesta. Esto genera gran número de conflictos en las relaciones de todo tipo. Así mismo, cuando rechazamos algo en los demás, tenemos la pista de qué es lo que estamos rechazando en nosotros.

Por el contrario, cuando aceptamos un defecto nuestro, podemos aceptar el mismo defecto en los demás, dando paso a la compasión y la caridad. Cuando lo logremos, entenderemos que “amar al prójimo como a ti mismo”, más que un mandamiento, es una invitación a vivir la vida tal como debe ser vivida. El amor es la realidad de la vida misma y requiere de aceptación, tanto propia, como del otro. Sin amor por nosotros mismos, las relaciones se convierten en “entrega” y sin amor por el otro se convierten en “saqueo”. Todas las relaciones de amor: erótico, fraternal, paternal, maternal, filial, humano y en todas sus formas, requieren de la aceptación.

“¿Ser o no ser?” La respuesta es muy simple: “Ser y no ser”. Debemos abandonar el dualismo (bueno o malo), la escisión (esto o lo otro), los opuestos (listo o tonto) para permitir aceptar el “y”. No siempre actuamos bien o mal, sino que en ocasiones actuamos bien y en ocasiones actuamos mal. Este pequeño cambio (la letra “o” por la letra “y”) es todo lo que necesitamos para empezar a aceptar nuestras dualidades.

Emplear el “o” es vivir con miedo. “Vivimos o morimos” conduce al miedo a la muerte. Vivimos y morimos, lleva a la aceptación de la realidad. Ser listo o tonto, trae el miedo a la vergüenza de parecer "tonto". Entre más aceptamos nuestras dualidades menos dependemos de realizar las exigencias propias o ajenas para sentirnos bien, podemos ser más honestos con nuestros propios sentimientos y podemos fijar nuevas expectativas reales acordes con lo que en realidad deseamos.

Existe el miedo a dejar salir lo peor de nosotros, nuestra negatividad y nuestra destructividad, de destapar la "cloaca". No sucede así, al dar luz a nuestros "terribles demonios" interiores -aceptándolos- pierden su “fuerza”, ya que ésta radica en la obscuridad, en sorprendernos cuando menos lo esperamos, en tomar control de nuestra vida, precisamente a través del miedo. Imaginemos nuestra parte negativa como un péndulo: con la fuerza que apliquemos para alejarla, con esa misma fuerza regresará.

La aceptación de nuestras dualidades significa dejar de tratar de ser lo que no somos para atrevernos a ser lo que en verdad somos. Y, lo que en verdad somos, es la suma de las dos partes: las aceptadas y las no aceptadas.

Enoch Alvarado

12 de diciembre de 2008

Juan Carlos, o los disfraces.

Juan Carlos, o los disfraces.

Juan Carlos era uno de mis mejores amigos de la adolescencia. Inteligente, educado y culto. Aunque eran épocas de jugar y divertirse, él prefería la lectura y las discusiones filosóficas. Con su actitud, más que un chico de 13 años, parecía un pequeño intelectual, aunque no por su tamaño, ya que era el más alto del salón. Después de algunos años, nos reencontramos cuando él ya era un verdadero intelectual -pipa incluída- y pertenecía al círculo intelectual del D.F. Un buen día, no sé qué pasó, incursionó rumbos totalmente distintos: el chamanismo, el ciclismo, motorismo y no sé cuántos más. Amén de haber logrado su sueño, de una vida muy interesante y de muchas otras cosas, le admiro el valor y la capacidad de despojarse de ese disfraz de intelectual y reinventarse una y otra vez.

En mayor o menor grado, todos usamos disfraces. Es más evidente en los adolescentes cuando se visten "fresas", de "emos", "punks", "darks", "rebeldes" o de cualquier otra cosa que se les ocurra, en su afán de “ser distintos, pero iguales”. Distintos a los demás (principalmente de los padres), pero iguales entre ellos (los amigos). Pero mientras en la mayoría de los jóvenes son modas pasajeras, de adultos solemos usarlos por mucho más tiempo. Muchos morirán con ellos y, otros, llegarán a morir por ellos.

Un disfraz es el conjunto de comportamientos y actitudes que, creemos, debemos usar ante las distintas actividades y situaciones de la vida.

Existen disfraces de papá o mamá, de jefe, de maestro, de estudioso, de popular, de intelectual, de científico, de militar, de galán, de diva, de limosnero, de político y de todo tipo de actividad posible. Es común “copiar” modelos “ajenos” que nos gustan, que nos impactan o que recordamos; pero, siempre resultarán distintos ya que les impusimos nuestro “toque” personal, nuestra cosmovisión.

Cuando tenemos listo un disfraz, salimos a mostrarlo con mucho entusiasmo. Por ejemplo, nos disfrazamos de “jefe” y esperamos que los demás se den cuenta que somos el “jefe”. Pero nos sorprendemos cuando los demás no sólo no se dan cuenta que somos “jefe”, sino que, según ellos, ni lo “parecemos”. Esta falta de reconocimiento al disfraz la vivimos como personal. Hasta cierto punto es entendible, ya que “estampamos” nuestra imagen en él. Igual sucede al contrario, cuando no entendemos de qué viene disfrazado el otro. Es un error común pensar que sólo puede existir un “diseño” correcto posible. Si dos disfraces no coinciden, podemos equivocarnos al pensar que uno tiene que estar mal. Algunos atacarán el disfraz ajeno mientras que otros pensarán que es el propio el equivocado.

Un disfraz no es un uniforme. De los uniformes podríamos esperar que fueran idénticos o al menos muy similares, con las variantes necesarias en talla, por supuesto. Los disfraces son totalmente diferentes entre sí. Existen grandes y pequeños, rígidos y flexibles, pesados y ligeros, tristes y alegres, oscuros y transparentes. Entonces, no sólo es inútil esperar que sean iguales, sino que no tienen por qué serlo, no es su función. Sólo podemos esperar que "parezcan” lo que tienen que “parecer”. Es decir, si usamos un disfraz de “policía” deberíamos parecer un “policía” para que el disfraz cumpla su cometido.

También me gusta la palabra disfraz porque puede ponerse y quitarse a voluntad, aunque no todos tengan la voluntad de hacerlo. Mucha gente jamás ha pensado en quitárselo y otros ni siquiera están conscientes que los están usando. Por ejemplo, existen “mamás” que se la pasan siendo “mamás” toda la vida, incluso con los esposos, amigos, vecinos y todo el que se deje. O bien, hay “capataces” que, al llegar a su casa, siguen siendo “capataces”. Esta incapacidad de desprenderse del “disfraz” obedece a la sensación de que, sin él, desaparecemos. Confundimos nuestro ser con nuestros actos. Recordemos que "el hábito no hace al monje".

En la medida en que nos esforzamos por “parecer” lo que queremos “parecer” en la forma en que queremos “parecer”, empleamos mucha energía vital y acabamos agotados. Y, ¿para qué queremos "parecer"? Normalmente lo hacemos para ser aceptados, para cumplir con las expectativas propias y ajenas. Sin embargo, no podemos mantener el engaño por mucho tiempo. Nuestra verdadera esencia asoma por debajo y tarde o temprano será descubierta.

Usamos uno o más disfraces a lo largo del día. Algunos se quitarán uno antes de ponerse otro. Habrá quienes se pondrán uno sobre otro. Así, los primeros podrán dejar de ser “jefe” al llegar a casa para ser “papá” o “esposo”. Mientras que los segundos serán “jefe y papá” o “jefe y esposo” en casa. Debemos aprender a quitarnos el disfraz y guardarlo, al menos hasta la próxima vez que lo necesitemos usar.

Así como revisamos nuestro guarda-ropa periódicamente para deshacernos de aquellas prendas que ya no nos sirven, de igual manera deberíamos prescindir de disfraces totalmente pasados de moda, que ya no son de nuestra talla (pues hemos crecido y madurado) o al menos, darles una revisada para ver qué partes del disfraz ya no necesitas qué estén ahí.

Ejercicio. Limpiando el guarda-ropa.
a) Elabora una lista de algunas de las actividades principales que desarrollas y tu papel en casa (padre, madre, hijo, hermano, etc.), en el trabajo y con los amigos. Ahí tienes tu lista de disfraces.

b) Elige cualquiera de ellos y observa tu disfraz: ¿Soy sólo ésto? ¿Qué más soy, además de ésto? Revisa para qué te sirve tu disfraz: ¿Dónde lo uso? ¿Dónde es necesario usarlo? ¿Dónde lo estoy usando que no corresponde?

c) Trata de recordar cómo confeccionaste el disfraz: ¿Recuerdas si tomaste un molde ajeno? ¿Estás seguro que te sigue siendo útil con lo que hoy sabes de la vida?

d) Repite los pasos b) y c) con los demás disfraces.

Enoch Alvarado

11 de diciembre de 2008

La crisis y el negro porvenir.

La crisis y el negro porvenir.

Es mentira que la crisis esté generalizada, ya que sólo afecta de coroneles hacia abajo. Según nuestro Gobierno, sólo afecta a unas cuantas personas en todo el País. Estoy totalmente de acuerdo, sólo afecta a seis. Tres del singullar (yo, tú, él) y tres del plural (nosotros, ustedes y ellos).

Las cifras oficiales demuestran que hay muchos nuevos ricos ... no aclaran que antes eran millonarios. También aseveran estas mismas cifras que el número de pobres se ha reducido ... Es cierto, ¡ya se murieron de hambre!

Pinochet, después de dar su golpe de Estado en Chile, dijo unas "sabias" palabras que reflejan la situación actual de nuestro México. "El País estaba al borde de un precipicio. Hoy, hemos dado un paso al frente".

Mucha gente quedará con una mano adelante y la otra mano atrás, y para sobrevivir no faltará quienes tendrán que quitarse -ellas- la mano de adelante y ellos, la de atrás.

La crisis también traerá disgustos en las familias, ya que todos sabemos que cuando el hambre entra por la puerta, el amor sale por la ventana (como el Sancho). Pero la crisis es mucho peor que un divorcio, porque también pierdes la mitad de tu patrimonio, pero la "fiera" sigue en casa.
Y ya que tocamos el tema, a mi no me preocupa el Sancho. Es más, si mi mujer se quiere ir con él, me voy con ellos.

Le pregunté a un amigo, que es vendedor, cómo le iba en su chamba. Me contestó: "Mis ventas han subido: ya vendí la tele, mis muebles y hasta los juguetes de mis hijos". Me platicó cómo hacen para que en su casa puedan comer "a la carta": "Tomamos una baraja, repartimos una carta a cada uno y quien saca la más alta, es quien come". A su abuela, le cambiaron el tanque de oxígeno por un fuelle y se las ingeniaron para que la mecedora del abuelo lo accione. Lo malo era cuando se quedaba dormido, platicaba, pero los jadeos desesperados de la abuela afortunadamente lo alcanzan a despertar. Su mujer está lavando ropa ajena, la hija mayor se metió de prostituta y los pequeños, en una esquina de limosneros. Todos ayudan en su casa. Si la cosa empeora, me dijo muy gravemente, tendrá que dejar de fumar, invitar los tragos a los cuates en el "teibol" y terminar con su amante.

En lo personal, esta crisis me recuerda mis años de adolescente: la cosa se me está poniendo dura, negra y de pelos. Aunque muchos no puedan dormir, yo duermo como un bebé... me despierto llorando cada 3 horas.

El otro día fuí asaltado y el "rata", cuando vio que sólo tenía un billete de $20 pesos en la cartera me dijo: "Chaaaale, cuate... si estás bien jodidoooo. ¿"pos" a qué te dedicaaaas?". "Soy Ingeniero en Sistemas", le contesté. Y el "caco" me contesta: "¿Y de qué generación eres, colegaaaa?".

La crisis me ha traído mucho trabajo. Sí, mucho trabajo para encontrar clientes, mucho trabajo para vender y mucho más trabajo para cobrar. Quise vender mi alma al Diablo; pero me dijo que ya era suya desde hace mucho. Ahora, no sé si vender mi casa y salvar mi reputación... o vender mi reputación y salvar mi casa.

Me reiría de la crisis, pero es una cosa seria. El año pasado la gente reía con el chiste del "año del consumismo": "con su mismo traje", "con su mismo coche"... Hoy, andan rogando a Dios seguir "con su mismo trabajo". Este año será declarado como el año de Picasso, pues pintó de la fregada y nadie entendió ni madres.

Para aquellos que creen que México no importa... déjenme decirles que esta crisis sí la importamos, como los productos chinos. Aunque se originó en USA ha llegado a todos los rincones del planeta, aunque en forma algo diferente. Por ejemplo, en África la gente no logra distinguir la diferencia, en China andan viendo cómo hacer crisis más baratas y deshechables y en Rusia dicen que "peor que haber descubierto las mentiras del socialismo es haber descubierto las verdades del capitalismo". Los gringos, por su parte, tienen grandes esperanzas en su próximo Presidente. No se han dado cuenta que tienen un negro porvenir. Y que, por más que le busquen, siempre se las verán negras.

Enoch Alvarado

9 de diciembre de 2008

Chucho, o las etiquetas

Chucho, o las etiquetas.

¡Chucho!* era la “respuesta automática” de las maestras siempre que se escuchaba algún ruido, si alguien reía o si alguien gritaba ¡Maestra!. Chucho fue mi primer amigo de la infancia pues lo conocí mucho antes de que entráramos a la Primaria. Es verdad que tenía más energía que todos, siempre fue fuerte y coordinado. Muy buen jugador de futbol y, en general, en todos los deportes. Aunque tenía bajas notas, era el mejor deportista y, estoy seguro que si se calificaran la amistad, la destreza o la nobleza, él habría ocupado el primer lugar indiscutible.

Por supuesto que no siempre era el único que hacía travesuras, ya que todos las hacíamos. Recuerdo una ocasión en que otro compañero hizo una travesura y, como siempre, la maestra de inmediato culpó a Chucho. Él no era el culpable, y todos lo sabíamos. Hizo un mínimo esfuerzo para evitar el castigo diciendo: “Yo no fui, maestra”. La maestra le preguntó: “¿Quién fue?” Él calló y soportó el castigo sin volver a protestar. Nadie lo defendió, ya que implicaba delatar al verdadero culpable. Yo tampoco estuve a la altura que Chucho merecía, lo sé. En el recreo le pregunté: “¿Por qué no dijiste que fue Mario?” Su respuesta, me dejó con una mezcla de admiración y tristeza: “¿Para qué? Yo ya estoy acostumbrado a los castigos y Mario no”. Así era Chucho. Fuerte, no sólo físicamente, sino para soportar sobre su espalda las culpas ajenas; pero su desesperanza me dolió. Era un chiquillo y no supe qué decirle.

Chucho tenía la etiqueta de “travieso”. Esta etiqueta le acompañó durante todos sus años escolares. Le era imposible librarse de ella. Al inicio de un nuevo ciclo escolar, la maestra anterior "advertía" a la nueva.

¿Qué son, entonces las etiquetas? Son adjetivos, principalmente juicios de valor sobre la persona. Ya sea sobre su físico (el “flaco” o la “bonita”), sobre su comportamiento (el “travieso” o el “tímido”), sobre sus aptitudes (el “debilucho”, el “inteligente”), actitudes, creencias, carácter, sentimientos y hasta por detalles tan ajenos al etiquetado, como “el mayor” de la familia o el “pilón”. En otras épocas, afortunadamente ya superadas, era un estigma ser "bastardo", "hijo natural" o ser "hijo de padres divorciados".

Las etiquetas limitan tanto al etiquetado como a los etiquetadores. Sin embargo, es el etiquetado quien más la sufre, ya que la conservará durante muchos años más. Muchas veces, hasta el fin de su vida, mucho tiempo después de que los demás se hayan olvidado de ella. A todos nos “cuelgan” nuestras etiquetas. Podemos "protestar" por ellas, pero solemos acostumbrarnos pronto y, peor aún, a darlas por ciertas. El problema se agrava más porque los etiquetados sabemos, en nuestro interior, que NO somos lo que la etiqueta dice, pero nos “rendimos” ante ella, traicionándonos. Y, si somos capaces de traicionarnos, entonces nos sentimos indignos. Merecedores y capaces de las peores cosas. La peor traición es a uno mismo y esto lo hacemos todo el tiempo.

Cuando etiquetamos a otros, aceptamos nuestras etiquetas o nos etiquetamos a nosotros mismos, nos privamos de descubrir los demás aspectos del etiquetado. Todos somos seres valiosos y, en la medida en que nos permitimos descubrirlo y aceptarlo, enriquecemos nuestro mundo.

Cuando descubrimos que el etiquetado o nosotros mismos no somos lo que “siempre creímos” solemos sorprendernos. Sin embargo, no faltará quien se aferre a su creencia de que la etiqueta (propia o ajena) es verdadera, por más pruebas que la vida le de en contrario.

Muchas veces sólo es necesario que una sola persona “pegue” una etiqueta a alguien para que los demás la den por buena, sin siquiera usar su propio criterio. Estamos más que listos para poner y emplear etiquetas de todo tipo: buenas o malas, graciosas u odiosas, acertadas o no. Solemos emplearlas por “pereza mental” ya que así “simplificamos” nuestra visión del mundo, sin darnos cuenta de cuánto nos limitamos. Etiquetamos a todo el mundo, a nuestros hijos, a nuestros alumnos, a los padres, a los amigos, a los clientes y hasta a nuestras mascotas. Las etiquetas suelen reflejar nuestra percepción de los “valores” que consideramos correctos e incorrectos.

Ya te habrás dado cuenta qué tan dañino es “pegar” etiquetas. Las etiquetas son un "estigma" para el etiquetado. Incluso las etiquetas “buenas”, puestas con las mejores intenciones, suelen representar una carga para el etiquetado. Podemos decir de un niño que es “muy inteligente” y sufrirá en la medida en que no se permitirá fallar, sobre todo porque sabe que, en realidad, no siempre podrá estar a la altura de esta expectativa.

Una misma etiqueta puede significar algo positivo para ti y puede ser lo contrario para otros, o viceversa. Por ejemplo, ser “rebelde” lo puedes considerar como algo que te permite destacar y hacer cosas nuevas, por lo tanto deseable; o puedes sentirla como algo que te trae problemas y, por tanto, indeseable. En mi experiencia, he encontrado gente que, con orgullo, portan sus etiquetas y están dispuestas a mostrarlas a todo el mundo. Somos nosotros quienes le damos el verdadero sentido a nuestras etiquetas. Realmente, las etiquetas por sí mismas, son menos dañinas que aquello que "nos decimos" de ellas.

Otro gran problema surge porque la etiqueta es aceptada, mayormente, cuando viene de cualquier ascendente moral: padres, maestros, abuelos y personas que, supuestamente, están para enseñarnos y protegernos. Así que, entre más pequeños e indefensos, la etiqueta suele ser más aceptada sin poderse cuestionar. Es fácil rechazar las etiquetas que nos ponen los "iguales"; pero es muy difícil rechazar las que vienen de aquellos en quienes confiamos y en quienes amamos.

Cuando digo “pegar” las etiquetas lo digo con toda intención, ya que son totalmente “desprendibles”. No digo que para todos sea igual de fácil hacerlo, pero es totalmente posible. La dificultad surge cuando nos sentimos “indignos” por habernos traicionado y, por ello, las etiquetas son más “aceptables” que nuestra propia imagen. Así, las etiquetas pasan a ser un arma de defensa, y fortalecen su adherencia convirtiéndose en nuestras “aliadas”, al ocultar nuestra “terrible verdad” ante los demás.

En realidad todas las etiquetas están equivocadas, ya que no es verdad que “somos O no somos”, sino “somos Y no somos”. Este pequeño cambio, de una sola letra en nuestro pensamiento (de una conjunción disyuntiva a una copulativa) hará maravillas en nosotros. Pero de esto platicaremos más adelante.

Si quieres darte la oportunidad de explorar tu potencial y librarte de tus etiquetas, te recomiendo el siguiente ejercicio.

Ejercicio. Reconocer nuestras etiquetas.
a) Elabora una lista con aquellas etiquetas que puedas reconocer. Seguramente muchas veces has dicho: “hago esto porque…soy distraído, flojo, egoísta, etc.”, pues bien, ahí tienes una pista. No importa si el juicio es “bueno” o “malo”, sólo sé consciente de cuáles son las tuyas.

b) Añade a cada etiqueta de tu lista el calificativo de “deseable” o “indeseable” según tu punto de vista.

c) Elige una etiqueta “deseable” y pregúntate ¿SIEMPRE me comporto así? ¿JAMÁS fallo en ella?. Date cuenta que es imposible SER la etiqueta. Date cuenta que no ERES lo que dice tu etiqueta.

d) Revisa una etiqueta “indeseable” y date cuenta cómo eres tú quien le da el “valor” a la etiqueta. Pregúntate ¿cómo, cuándo o bajo qué circunstancias esta etiqueta “indeseable” podría ser “deseable”?

e) Elige cualquier etiqueta de tu lista. ¿Recuerdas quién te la “pegó”? ¿Recuerdas desde cuándo la tienes? Y contéstate si, después de todos estos años que han pasado, ¿crees seguir teniendo que portar esta etiqueta? Revisa qué “ganancia” tienes con cada etiqueta, ¿para qué te sirve tenerla?, ¿de qué te sirve o protege esta etiqueta?, ¿la usas para lograr algo?, ¿qué logras con ella?

f) Repite las dinámica c), d) y e) con las demás etiquetas.

Enoch Alvarado

* "Chucho" es el nombre cariñoso para los llamados Jesús en algunas partes de México.