9 de diciembre de 2008

Chucho, o las etiquetas

Chucho, o las etiquetas.

¡Chucho!* era la “respuesta automática” de las maestras siempre que se escuchaba algún ruido, si alguien reía o si alguien gritaba ¡Maestra!. Chucho fue mi primer amigo de la infancia pues lo conocí mucho antes de que entráramos a la Primaria. Es verdad que tenía más energía que todos, siempre fue fuerte y coordinado. Muy buen jugador de futbol y, en general, en todos los deportes. Aunque tenía bajas notas, era el mejor deportista y, estoy seguro que si se calificaran la amistad, la destreza o la nobleza, él habría ocupado el primer lugar indiscutible.

Por supuesto que no siempre era el único que hacía travesuras, ya que todos las hacíamos. Recuerdo una ocasión en que otro compañero hizo una travesura y, como siempre, la maestra de inmediato culpó a Chucho. Él no era el culpable, y todos lo sabíamos. Hizo un mínimo esfuerzo para evitar el castigo diciendo: “Yo no fui, maestra”. La maestra le preguntó: “¿Quién fue?” Él calló y soportó el castigo sin volver a protestar. Nadie lo defendió, ya que implicaba delatar al verdadero culpable. Yo tampoco estuve a la altura que Chucho merecía, lo sé. En el recreo le pregunté: “¿Por qué no dijiste que fue Mario?” Su respuesta, me dejó con una mezcla de admiración y tristeza: “¿Para qué? Yo ya estoy acostumbrado a los castigos y Mario no”. Así era Chucho. Fuerte, no sólo físicamente, sino para soportar sobre su espalda las culpas ajenas; pero su desesperanza me dolió. Era un chiquillo y no supe qué decirle.

Chucho tenía la etiqueta de “travieso”. Esta etiqueta le acompañó durante todos sus años escolares. Le era imposible librarse de ella. Al inicio de un nuevo ciclo escolar, la maestra anterior "advertía" a la nueva.

¿Qué son, entonces las etiquetas? Son adjetivos, principalmente juicios de valor sobre la persona. Ya sea sobre su físico (el “flaco” o la “bonita”), sobre su comportamiento (el “travieso” o el “tímido”), sobre sus aptitudes (el “debilucho”, el “inteligente”), actitudes, creencias, carácter, sentimientos y hasta por detalles tan ajenos al etiquetado, como “el mayor” de la familia o el “pilón”. En otras épocas, afortunadamente ya superadas, era un estigma ser "bastardo", "hijo natural" o ser "hijo de padres divorciados".

Las etiquetas limitan tanto al etiquetado como a los etiquetadores. Sin embargo, es el etiquetado quien más la sufre, ya que la conservará durante muchos años más. Muchas veces, hasta el fin de su vida, mucho tiempo después de que los demás se hayan olvidado de ella. A todos nos “cuelgan” nuestras etiquetas. Podemos "protestar" por ellas, pero solemos acostumbrarnos pronto y, peor aún, a darlas por ciertas. El problema se agrava más porque los etiquetados sabemos, en nuestro interior, que NO somos lo que la etiqueta dice, pero nos “rendimos” ante ella, traicionándonos. Y, si somos capaces de traicionarnos, entonces nos sentimos indignos. Merecedores y capaces de las peores cosas. La peor traición es a uno mismo y esto lo hacemos todo el tiempo.

Cuando etiquetamos a otros, aceptamos nuestras etiquetas o nos etiquetamos a nosotros mismos, nos privamos de descubrir los demás aspectos del etiquetado. Todos somos seres valiosos y, en la medida en que nos permitimos descubrirlo y aceptarlo, enriquecemos nuestro mundo.

Cuando descubrimos que el etiquetado o nosotros mismos no somos lo que “siempre creímos” solemos sorprendernos. Sin embargo, no faltará quien se aferre a su creencia de que la etiqueta (propia o ajena) es verdadera, por más pruebas que la vida le de en contrario.

Muchas veces sólo es necesario que una sola persona “pegue” una etiqueta a alguien para que los demás la den por buena, sin siquiera usar su propio criterio. Estamos más que listos para poner y emplear etiquetas de todo tipo: buenas o malas, graciosas u odiosas, acertadas o no. Solemos emplearlas por “pereza mental” ya que así “simplificamos” nuestra visión del mundo, sin darnos cuenta de cuánto nos limitamos. Etiquetamos a todo el mundo, a nuestros hijos, a nuestros alumnos, a los padres, a los amigos, a los clientes y hasta a nuestras mascotas. Las etiquetas suelen reflejar nuestra percepción de los “valores” que consideramos correctos e incorrectos.

Ya te habrás dado cuenta qué tan dañino es “pegar” etiquetas. Las etiquetas son un "estigma" para el etiquetado. Incluso las etiquetas “buenas”, puestas con las mejores intenciones, suelen representar una carga para el etiquetado. Podemos decir de un niño que es “muy inteligente” y sufrirá en la medida en que no se permitirá fallar, sobre todo porque sabe que, en realidad, no siempre podrá estar a la altura de esta expectativa.

Una misma etiqueta puede significar algo positivo para ti y puede ser lo contrario para otros, o viceversa. Por ejemplo, ser “rebelde” lo puedes considerar como algo que te permite destacar y hacer cosas nuevas, por lo tanto deseable; o puedes sentirla como algo que te trae problemas y, por tanto, indeseable. En mi experiencia, he encontrado gente que, con orgullo, portan sus etiquetas y están dispuestas a mostrarlas a todo el mundo. Somos nosotros quienes le damos el verdadero sentido a nuestras etiquetas. Realmente, las etiquetas por sí mismas, son menos dañinas que aquello que "nos decimos" de ellas.

Otro gran problema surge porque la etiqueta es aceptada, mayormente, cuando viene de cualquier ascendente moral: padres, maestros, abuelos y personas que, supuestamente, están para enseñarnos y protegernos. Así que, entre más pequeños e indefensos, la etiqueta suele ser más aceptada sin poderse cuestionar. Es fácil rechazar las etiquetas que nos ponen los "iguales"; pero es muy difícil rechazar las que vienen de aquellos en quienes confiamos y en quienes amamos.

Cuando digo “pegar” las etiquetas lo digo con toda intención, ya que son totalmente “desprendibles”. No digo que para todos sea igual de fácil hacerlo, pero es totalmente posible. La dificultad surge cuando nos sentimos “indignos” por habernos traicionado y, por ello, las etiquetas son más “aceptables” que nuestra propia imagen. Así, las etiquetas pasan a ser un arma de defensa, y fortalecen su adherencia convirtiéndose en nuestras “aliadas”, al ocultar nuestra “terrible verdad” ante los demás.

En realidad todas las etiquetas están equivocadas, ya que no es verdad que “somos O no somos”, sino “somos Y no somos”. Este pequeño cambio, de una sola letra en nuestro pensamiento (de una conjunción disyuntiva a una copulativa) hará maravillas en nosotros. Pero de esto platicaremos más adelante.

Si quieres darte la oportunidad de explorar tu potencial y librarte de tus etiquetas, te recomiendo el siguiente ejercicio.

Ejercicio. Reconocer nuestras etiquetas.
a) Elabora una lista con aquellas etiquetas que puedas reconocer. Seguramente muchas veces has dicho: “hago esto porque…soy distraído, flojo, egoísta, etc.”, pues bien, ahí tienes una pista. No importa si el juicio es “bueno” o “malo”, sólo sé consciente de cuáles son las tuyas.

b) Añade a cada etiqueta de tu lista el calificativo de “deseable” o “indeseable” según tu punto de vista.

c) Elige una etiqueta “deseable” y pregúntate ¿SIEMPRE me comporto así? ¿JAMÁS fallo en ella?. Date cuenta que es imposible SER la etiqueta. Date cuenta que no ERES lo que dice tu etiqueta.

d) Revisa una etiqueta “indeseable” y date cuenta cómo eres tú quien le da el “valor” a la etiqueta. Pregúntate ¿cómo, cuándo o bajo qué circunstancias esta etiqueta “indeseable” podría ser “deseable”?

e) Elige cualquier etiqueta de tu lista. ¿Recuerdas quién te la “pegó”? ¿Recuerdas desde cuándo la tienes? Y contéstate si, después de todos estos años que han pasado, ¿crees seguir teniendo que portar esta etiqueta? Revisa qué “ganancia” tienes con cada etiqueta, ¿para qué te sirve tenerla?, ¿de qué te sirve o protege esta etiqueta?, ¿la usas para lograr algo?, ¿qué logras con ella?

f) Repite las dinámica c), d) y e) con las demás etiquetas.

Enoch Alvarado

* "Chucho" es el nombre cariñoso para los llamados Jesús en algunas partes de México.

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